Por Enrique Herrera Sarmiento


En los años setenta del siglo pasado surgió en las democracias occidentales un programa ético y político denominado multiculturalismo que se planteó abordar las desigualdades sociales, las cuales –según las comprendía– tenían su origen en las diferencias étnicas y culturales. Este programa fue concebido como una vía para perfeccionar los sistemas de gobiernos democráticos, puesto que se consideraba que el reconocimiento de dichos particularismos era completamente compatible con los fundamentos de los Estados nacionales contemporáneos.

El programa multiculturalista llegó a América Latina de la mano de organismos multilaterales ligados con las Naciones Unidas y logró, en algunos países, engarzarse con las demandas de organizaciones indígenas que reclamaban un trato diferenciado. La conjunción de estas visiones, sumada al respaldo de intelectuales involucrados con las demandas indígenas, posibilitó la edificación de un marco jurídico internacional que fue evolucionando y que se ha llamado Derechos Indígenas.

Desde los años noventa, los Estados latinoamericanos se fueron adscribiendo al principal tratado que promueve tales derechos (el Convenio 169 de la OIT), comprometiéndose a su implementación mediante políticas públicas. No obstante, esa puesta en práctica se adecuó a la realidad de cada país. Así, la intensidad y la orientación de este proceso ha sido desigual porque ha dependido de las tensiones políticas gestadas alrededor de las administraciones estatales. Por ejemplo, la forma en la que se han encarado los Derechos Indígenas en Brasil no es semejante a lo ocurrido en Bolivia, ni lo que se ha hecho en ambos países es equiparable con lo que sucede en el Perú.

Lo acontecido en Bolivia durante los últimos 25 años destaca por la forma en la que el programa multiculturalista se extendió y fue aceptado por gran parte de la sociedad civil; pero también porque marcó el derrotero de los cambios políticos suscitados en ese país. Fue promovido en 1993 por un gobierno que propulsó reformas económicas de corte neo-liberal, pero fue apropiado y resignificado por el movimiento político liderado por el sindicalista Evo Morales, quien llegó al poder el 2005. Arguyendo sus orígenes indígenas, con un discurso nacionalista e indianista encendido, denostando a los gobiernos anteriores su falta de compromiso con los Derechos Indígenas, logró la adhesión de un gran sector de la población de su país y la simpatía de la opinión pública internacional.

En efecto, la Bolivia de Evo Morales irradia la imagen de un país coherente con su diversidad étnica. Así, la agenda indígena parece estar incorporada en sus políticas estatales, hecho que iría en consonancia con una población que se declara mayoritariamente indígena en los últimos censos y con un escenario político en el cual –según se indica– las federaciones indígenas desempeñan un papel protagónico. Es más, se trata del único Estado de Latinoamérica que se ha declarado Plurinacional, según su nueva carta constitucional (2009), en la cual se reconoce compuesto por 36 naciones indígenas.

Sin embargo, una mirada somera a los últimos diez años advierte un gran desfase entre el discurso gubernamental y el avance efectivo en el reconocimiento de los Derechos Indígenas.

Para comenzar, el modelo de educación indígena intercultural y bilingüe que se inauguró en 1995 no se amplió ni se perfeccionó. Tampoco se consolidaron regímenes exclusivos para administrar territorios indígenas, a pesar de que se concibió que las “naciones” indígenas debían estar administradas por gobiernos autónomos. De la misma forma, no hubo una mejora de los estándares ambientales en proyectos extractivistas desarrollados en territorios indígenas o en lugares contiguos.

En otras palabras, la apuesta multiculturalista sólo fue declarativa y se usó únicamente con el propósito de ampliar la legitimación del movimiento liderado por Evo Morales. Es posible pensar que la euforia con que fue enunciada no tuvo un correlato en la práctica por la escasa capacidad técnica para su implementación, pero también porque implicaba un conflicto de intereses entre el proyecto desarrollista y extractivista, desarrolado por el gobierno central, y los derechos de autonomía que debían conferirse a los territorios indígenas. Pero quizá lo más contraproducente del programa multiculturalista al que se alude es que tampoco aportó a la democratización de ese país. Existen demasiadas evidencias de que la institucionalidad democrática se fue debilitando, debido a la voluntad del partido de gobierno de controlar todas las instancias independientes de fiscalización estatal y de reprimir cualquier expresión disidente.

En ese sentido, evaluar el multiculturalismo boliviano es una tarea necesaria para países como el Perú, que comparten una realidad semejante y donde el mismo programa no ha tenido un desarrollo equivalente, sino que por el contrario apareció de manera tardía y débil, aunque viene generando grandes expectativas. Así, las lecciones que el Perú podría sacar de lo sucedido en el país vecino podrían ser gravitantes.

Justamente con el propósito de aportar a este balance, estoy presentando El multiculturalismo boliviano y la invención de los indígenas tacana en el norte amazónico (Instituto Francés de Estudios Andinos, Plural Editores, 2015), un libro donde analizo este tipo de políticas en Bolivia en los últimos 20 años, concentrándome en las implicancias que han tenido en una región de la Amazonía de ese país que colinda con el Perú. El evento se realizará el martes 10 de mayo en el auditorio de la Alianza Francesa de Lima, situado en la Av. Arequipa 4595, Miraflores. Los comentarios estarán a cargo de la antropóloga Frederica Barclay y del politólogo Martín Tanaka.